Primer domingo de diciembre. Llamada de candombe; legado de quienes llegaron a estas tierras antes que nuestros antepasados europeos, encadenados, robados de su hogar, traficados como vulgar mercancía, ignominia de la civilización. La comparsa avanza por el empedrado de San Telmo. Alpargatas, cintas, bombachudos, dominós, tambores, percusión y danza.
La cuerda marcha con pasos cortos que marcan un ritmo muy vivo. Parece imposible que las caderas de las bailarinas no se desarmen en semejante frenesí ¡pero no aflojan! Hay manos que sangran, tiñendo los parches. Ya transitaron la mitad del recorrido y la exaltación no disminuye. La melodía que brota de los pianos, chicos y repiques, encajonada en la calle angosta, multiplica su volumen. La vibración de los cueros se transmite a los cuerpos a través de la madera; más adrenalina se vuelca al torrente sanguíneo manteniendo el delirio.
Jorge ocupa su lugar justo en medio de la formación; pero su edad es más del doble que la del mayor de los jóvenes. Es para él un inmenso esfuerzo mantener la cadencia de los pibes. Pero respira hondo y se mantiene firme. Al llegar a la antigua Plaza de las Carretas, donde se concentra la mayor cantidad de público, detienen su caminar pero aumentan la métrica y el volumen. Allí la comparsa se exhibe en plenitud; ¡lo deja todo! Las manos castigan las lonjas; la vista no logra seguir el movimiento de los palos. Después de cambiar un par de veces de ritmo y de ejecutar algunos “cortes” de fantasía, hay que continuar. El candombe deja paso al milongón y llega el alivio. Sus manos hinchadas ya no golpean sino que acarician el parche. A Jorge, las piernas le pesan; en realidad lo que le pesa es la edad… Le viene bien aunque sea una cuadra “a media máquina”.
Compartir con jóvenes hace que su reloj biológico funcione más lento; le hace bien. Pero los años son los años… y piensa mientras sigue con el toque: “¡No puedo más! ¡Me falta el aire! ¡El corazón me late en las sienes! ¡Ya está: ésta es mi última llamada! El año que viene vengo a sacarles fotos y a acompañarlos”
La comparsa llega al anfiteatro y ejecuta su despedida. Exhausto, se sienta en un murito del parque. Se desata las alpargatas para aliviar sus piernas cansadas. Deja el sombrero de paja a un costado y se recuesta en el pasto buscando descanso. El árbol -solidario- le obsequia una llovizna umbría y lo acuna con un concierto de hojitas al viento. Cierra los ojos, suspira muy hondo y acaricia la gramilla mullida y fresca. Se descalza. Su respiración se torna acompasada, pareja. Su pulso se sosiega. El sonido de las lonjas parece alejarse. Lo invade una sensación de paz inmensa.
“¡Qué bien se está aquí! Me cansé con la caminata al sol. Y… ya no tengo veinte años… Pero ¡qué buena estuvo! ¡La cuerda firme y pareja, sin decaer! Ale debe estar feliz; él parió esta comparsa ¡y la comparsa le responde!”
El repique de los parches comienza a subir en volumen e intensidad. Piensa que otra comparsa está llegando al final del recorrido. También puede ser que estén homenajeando a un referente del candombe. Decide incorporarse y ver de quién se trata. Abre los ojos y ve a su sombrero y sus alpargatas alzando el vuelo. Sonríe… las cintas ofician de alas… se elevan cadenciosamente… Entonces, estira los brazos para recuperarlos; son suyos, son parte de su vestimenta. Sus pupilas le dicen que su piel blanca está cambiando de color, que se está tornando negra. Y sí, a simple vista observa cómo el color tiñe ahora sus brazos y manos, continuando su ascenso desde los dedos.
¡Pero qué le importa a él el color de la piel! Lo que quiere es recuperar sus prendas. Entonces se pone de pie y salta en pos de ellas, que se alejan buscando el azul del cielo. El aleteo acompasado de su dominó lo va acercando poco a poco a las alpargatas…
La leyenda dice que los días de candombe en San Telmo, entre los últimos instantes de luz y las primeras sombras, de no se sabe qué árbol del Parque Lezama, alza el vuelo un ave de gran tamaño con el pecho y cabeza negro, vientre a rayas negras y blancas y grandes alas azules con ribetes verdes y blancos.
Cuentan los que las han visto, que traza un gran círculo sobre el parque y que su canto parece decir algo así como: “kalakachí kalakachí kalakachí kalachán… kalakachí kalakachí kalakachí kalachán…” Gira un par de veces, como saludando a los tambores, y se pierde, luego, con su melodía en la inmensidad del cielo...
Ternas y trilogías ISBN 978-987-28908-5-8
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