Al comenzar septiembre, un
casal de horneros comenzó a construir su nido en la entrada de mi casa en el
mismo lugar que el año anterior una gran tormenta había destruido el de otra
pareja: ¡sobre los cables del tendido eléctrico! Evidentemente a los horneros
les gustan los desafíos. Cuando me dispuse a observarlos estaban construyendo
la base y experimenté algo así como pena al verlos volar en busca de material
hasta jardines con buen riego. Entonces decidí hacer un poco de barro cada día
al pie de la construcción, junto al cordón de la vereda.
Fue un mes de fines de semana
con lluvia. El sábado siete comenzó lloviendo ¡y lloviendo con ganas! Cerca del
mediodía paró un rato. Al salir, lo primero que hice fue mirar hacia los cables
y al hacerlo pensé “¡Otra vez!” Y sí, lo inevitable… junto al cordón de la
vereda yacían los restos de adobe del nido. Al día siguiente, al regresar de la
panadería, ¡veo a un hornero parado sobre las ruinas! Pensamiento absurdo el
mío: “¿Estará evaluando lo sucedido para tenerlo presente para la próxima, o se
encuentra planificando la reconstrucción?
¡Las aves no piensan!” me dije,
pero por si acaso junté los restos de adobe y los dejé en la calle al pie de
los postes…
Al otro día, muy temprano de la
mañana, oí el dueto de los horneros y salí a mirar. ¡Allí estaban,
reconstruyendo su casa!
Avanzado septiembre las azaleas
hermoseaban el jardín. Los horneros continuaban trabajando en su nido y yo por
supuesto tirando agua en el cordón de la vereda dos veces al día para mantener
el barro maleable. Los constructores trabajaban todo el día; mientras uno
levantaba pared, el otro juntaba material. Con el pico armaba una bolita de
barro y pasto, luego con un aleteo se elevaba como en un ascensor. Una vez
arriba, continuaba con la pared mientras su compañero/a descendía planeando a
preparar más adobe. Su única herramienta: el pico. Con él forman el adobe y lo
suman a la construcción incrustándolo.
En cuatro días estaba
construida más de la mitad de la casa; cierto es que faltaba la parte más
difícil: ¡el domo! Fueron jornadas de trabajo arduo y constante. El jueves
amaneció lloviznando, pero ellos no se amilanaron y continuaron con la obra.
También lo hicieron el viernes y sábado con lluvias intermitentes. El domingo
se descolgó un aguacero sostenido hasta el mediodía y el nido terminó una vez
más cayendo a tierra. Resultó para mí un día de tristeza, pero los alados
constructores se repusieron de inmediato y el lunes ya estaban nuevamente “pico
y pico a la obra”.
Una mañana cerca del mediodía
me llamó la atención no oír ningún canto, ni de zorzales, ni de horneros, ni de
benteveos. Salí a observar y comprobé que no solo no se los oía ¡sino que
tampoco se los veía! Al elevar la mirada descubrí la razón de aquel silencio.
Allá arriba, alto, más alto que la zona de vuelo de mis plumíferos vecinos, con
las alas bien extendidas –como suspendida del cielo– se recortaba la silueta de
un chimango planeando en suaves círculos. Para las pequeñas aves aquello
significaba una presencia aterradora.
A media tarde y supongo que
ante la ausencia de visibles presas, el cazador desapareció de escena, pero las
aves de mi vecindario permanecieron ocultas el resto de la jornada.
Al otro día, sin enemigos en el
aire, la mañana recuperó los trinos y los horneros volvieron a la obra. El
domingo llovió hasta poco después del mediodía. Lluvia mansa pero sostenida.
Era inevitable que el nido sin terminar, una vez más, se hiciera añicos contra
el piso. Pero a los dos días, al volver del trabajo, vi con admiración a mis
compañeros ¡“meta pico y adobe”! Demás está decir que antes de entrar a casa
empapé el barro junto al cordón de la vereda. Mientras yo tomaba mate, ellos
subían y bajaban continuamente.
Octubre engalanó las aceras con
el rojo de los ceibos florecidos y le ofreció a las abejas un nuevo néctar: el
de las flores de los paraísos. El ciruelo, vestido de verde rabioso, comenzó a
exhibir los retoños de sus frutos.
Miércoles 9: Lluvia torrencial
al anochecer. Nido una vez más al piso. Pero el jueves: ¡otra vez picos a la
obra! Creo que me fueron aceptando, a mí o a mi trabajo, ya que al tirar el
baldazo de agua, descendían inmediatamente a buscar barro.
El Domingo 20 a las cinco de la
mañana me despertó el sonido de la lluvia sobre el tejado y encendí la luz para
mirar la hora, preocupado por los horneros. Llovió hasta el mediodía. Cuando
salí a ver el resultado de la lluvia sobre el nido, ¡grande fue mi sorpresa al
verlo intacto! Y no sólo eso, bajo las últimas gotas mansas, ¡estaban
construyendo la entrada tan característica!
Al otro día ya habían ocupado
su nueva casa y yo recordé a Lugones, porque “La casita del hornero, tiene
alcoba y tiene sala.”
El 2 de Noviembre, Ana Berta,
la anunciada tormenta, tiró el nido. Ante mis ojos quedaron expuestas la alcoba
de tiernos pastitos y las cascaritas rotas de lo que hubiera sido una nueva
nidada. Por más que me repetí “son cosas de la vida”, no pude evitar una gran
congoja...
Del libro Ternas y Trilogías. ISBN 978-987-28908-5-8
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