martes, 6 de septiembre de 2016

CANDOMBE

Recientemente llegado a esta inmensa y multiétnica ciudad de Buenos Aires, me disponía a salir a recorrerla y le pregunté al conserje del hotel si me podía recomendar alguna actividad, algún lugar interesante donde sacar fotografías. Me informó que el viejo barrio de San Telmo era un buen punto de partida y que además por la tarde podía disfrutar de un evento único en la ciudad, ya que estaba anunciado un desfile de grupos de candombe.
-¿Candombe? ¿De qué se trata?
-Desfilan grupos de descendientes afro-rioplatenses que tocan un tipo de música llamada “candombe”. Pura percusión. Es un espectáculo de música callejera con mucho colorido y ¡buena vibra!
-¡Buena vibra! ¿Y qué es eso?
-¡Usted vaya, vea y se dará cuenta de qué se trata!
Agradecí el dato y cámara en mano salí en busca de San Telmo. Se trata de un barrio muy antiguo, con callecitas de adoquines y casas centenarias. Llegué a una plaza repleta de artesanos vendiendo sus creaciones, básicamente a los turistas como yo. Me informaron que el lugar se llama popularmente “Mercado de pulgas”. Un veterano  con ropa de paisano –según él mismo me explicó- que vendía una suerte de panecillos llamados “tortas fritas”, mientras me ofrecía una sin cargo para probar, me contó que esa plaza data de la época de la colonia y que allí paraban las carretas que llegaban con su cargamento del Sur. También me dijo que la calle al Este de la plaza se llamaba entonces “Camino Real” y llegaba hasta el fuerte, que ocupaba el lugar donde hoy está la Casa de Gobierno, la Rosada, que le dicen.
De pronto se produce un movimiento de gente desplazándose hasta el borde del llamado “Camino Real” y se oye un extraño sonido rítmico; me acerco a la calle cámara en mano y veo avanzar a paso lento un grupo de banderas multicolores moviéndose a derecha e izquierda. Son banderas largas de colores vivos –donde se mezcla el amarillo, el verde, el rojo y el negro- que ondean sobre las cabezas del público o trazan remolinos en medio de la calzada. La suave brisa le agrega un encanto especial al movimiento que le proporcionan los brazos de los bailarines que las portan, porque también van bailando al ritmo de los tambores, que así llaman a los instrumentos de percusión que avanzan en forma compacta como cincuenta metros más atrás.
Detrás de las banderas, otros bailan llevando portaestandartes con los nombres de las agrupaciones y agitan estrellas y medias lunas en lo alto de mástiles. Luego viene un grupo de hombres y mujeres personificando personajes extraños. Señoras mayores con vestidos del Siglo XIX, hombres de bastón y galera con maletines como el de  los médicos del que asoman hojas de árboles o gramíneas, yuyos como le dicen por acá; en algunos  grupos hay un bailarín que hace malabares con una suerte de escoba pequeña y en otros también uno con vestimenta de brujo, como se puede ver en documentales sobre cultura africana. Todas las agrupaciones tienen un grupo de bailarinas, la mayoría con poca ropa y hermosas figuras, así como también una o dos vedetes, éstas sí muy ligeras de ropa y con movimientos por demás sensuales. Por supuesto que al público masculino se le aceleran las pulsaciones a su paso, ¡y realmente no es para menos con semejantes beldades!
Luego vienen los músicos, entre 20 y 40 portando tambores de distintos tamaños, colgados de los hombros y pintados con los colores de las banderas. El tamaño del tambor determina su sonido y su melodía. Los tambores son unos tubos de madera con forma de barrica cuya boca inferior es de menor diámetro. La superior está cerrada con un cuero tensado al que golpean con una mano y un palo en forma alternada. La melodía que producen es una auténtica polifonía. Tenía razón el conserje del hotel, la vibración del sonido de los tambores produce una agradable sensación como de euforia.
El público local aplaude y anima a cada comparsa, que así se llaman estas agrupaciones. También saben reproducir palmeando el sonido que los músicos obtienen al golpear con el palo la madera del tambor. Es realmente un ritmo sincopado muy agradable. Hablé con un veterano de raza negra que estaba entre el público con su tambor a cuestas después de desfilar. Me había llamado la atención que todas las comparsas caminan de la misma manera, apenas moviendo los pies, con distinta velocidad, algunos levantando las rodillas, pero todos de forma similar. A mi pregunta respondió que así caminaban los esclavos encadenados y que eso también es parte del candombe.
Lo que más me atrajo ¡fueron las bailarinas! ¡Cuánta sensualidad! No sólo las vedetes sino ¡todas! Entre fotografía y fotografía –de las bailarinas, por supuesto- descubrí una que me cautivó. Como de 45 años, pelo negro muy ondulado, ojos almendrados y oscuros como el cabello, boca carnosa cubriendo dientes blancos y perfectos, piel cetrina, mediana estatura, amplias caderas, piernas torneadas, busto exuberante. Vestía una pollera cortita, cortita y una blusa sin mangas atada debajo del busto, que contenía a duras penas un corpiño de lentejuelas un número más chico seguramente; calzaba zapatos al tono de altísimo tacón.
Le saqué fotos de mil maneras y se estableció entre nosotros un flirteo que duró el resto del desfile. Algunas veces venía hacia mí, se detenía a un metro de distancia y hamacándose hacia adelante y atrás sacudía sus hombros y busto a derecha e izquierda; sus piernas parecían decir “que voy… que no voy…” y su torso me decía “no, no, no… “. Otras veces se ponía de espaldas y avanzaba de costado, como regalándome el placer de contemplar su cimbreante cintura y el movimiento sensual de sus caderas; me miraba por encima del hombro y se alejaba con una carcajada. No faltaron los guiños y algún que otro mohín con picardía.
Por supuesto que me olvidé de las comparsas que venían detrás y seguí tras semejante mujer. El desfile terminaba a la vera de un parque muy grande y arbolado, el “Parque Lezama”. La comparsa ingresó a un anfiteatro y allí los tambores formaron un círculo dentro del cual se concentraron las bailarinas y los personajes; las banderas y estandartes quedaron cerrando la entrada. Lamentablemente perdí el contacto visual con la bailarina en cuestión. Los tambores comenzaron a elevar el volumen de su toque  así como la velocidad del ritmo. Era tal la velocidad con que subían y bajaban las manos sobre los cueros que la vista no podía seguir sus movimientos. Con un repiqueteo muy especial y de no más de cuatro compases, la música cesó al golpear todos los palos simultáneamente sobre la madera de los tambores. Tras ello, la ovación del público y los abrazos entre los integrantes de la comparsa. Poco a poco iban desalojando el lugar para dejar lugar al grupo que venía detrás.
Como pude me fui acercando a la bailarina ni bien la divisé. Le saqué un par de fotos más y cuando me disponía a hablarle con la idea de obtener una cita, la vi echarse al cuello de un moreno que traía colgado uno de los tambores más gordos. También los contemplé fundirse en un beso apasionado; como el beso era largo, aproveché para sacar la última foto.
Me retiré de la zona del desfile, entré en un bar, pedí un whisky en las rocas y me dediqué a reflexionar sobre la experiencia vivida.

Será muy lindo el candombe y las mujeres que lo bailan, pero a mí, con mis pretensiones de galán, como dicen por estos lados, me salió el tiro por la culata…

 De mi libro Ternas y trilogías ISBN 978-987-28908-5-8

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