Recientemente
llegado a esta inmensa y multiétnica ciudad de Buenos Aires, me disponía a
salir a recorrerla y le pregunté al conserje del hotel si me podía recomendar
alguna actividad, algún lugar interesante donde sacar fotografías. Me informó
que el viejo barrio de San Telmo era un buen punto de partida y que además por
la tarde podía disfrutar de un evento único en la ciudad, ya que estaba
anunciado un desfile de grupos de candombe.
-¿Candombe?
¿De qué se trata?
-Desfilan
grupos de descendientes afro-rioplatenses que tocan un tipo de música llamada
“candombe”. Pura percusión. Es un espectáculo de música callejera con mucho
colorido y ¡buena vibra!
-¡Buena
vibra! ¿Y qué es eso?
-¡Usted
vaya, vea y se dará cuenta de qué se trata!
Agradecí
el dato y cámara en mano salí en busca de San Telmo. Se trata de un barrio muy
antiguo, con callecitas de adoquines y casas centenarias. Llegué a una plaza
repleta de artesanos vendiendo sus creaciones, básicamente a los turistas como
yo. Me informaron que el lugar se llama popularmente “Mercado de pulgas”. Un
veterano con ropa de paisano –según él
mismo me explicó- que vendía una suerte de panecillos llamados “tortas fritas”,
mientras me ofrecía una sin cargo para probar, me contó que esa plaza data de
la época de la colonia y que allí paraban las carretas que llegaban con su
cargamento del Sur. También me dijo que la calle al Este de la plaza se llamaba
entonces “Camino Real” y llegaba hasta el fuerte, que ocupaba el lugar donde
hoy está la Casa de Gobierno, la Rosada, que le dicen.
De
pronto se produce un movimiento de gente desplazándose hasta el borde del
llamado “Camino Real” y se oye un extraño sonido rítmico; me acerco a la calle
cámara en mano y veo avanzar a paso lento un grupo de banderas multicolores
moviéndose a derecha e izquierda. Son banderas largas de colores vivos –donde
se mezcla el amarillo, el verde, el rojo y el negro- que ondean sobre las
cabezas del público o trazan remolinos en medio de la calzada. La suave brisa
le agrega un encanto especial al movimiento que le proporcionan los brazos de
los bailarines que las portan, porque también van bailando al ritmo de los
tambores, que así llaman a los instrumentos de percusión que avanzan en forma
compacta como cincuenta metros más atrás.
Detrás
de las banderas, otros bailan llevando portaestandartes con los nombres de las
agrupaciones y agitan estrellas y medias lunas en lo alto de mástiles. Luego
viene un grupo de hombres y mujeres personificando personajes extraños. Señoras
mayores con vestidos del Siglo XIX, hombres de bastón y galera con maletines
como el de los médicos del que asoman
hojas de árboles o gramíneas, yuyos como le dicen por acá; en algunos grupos hay un bailarín que hace malabares con
una suerte de escoba pequeña y en otros también uno con vestimenta de brujo,
como se puede ver en documentales sobre cultura africana. Todas las
agrupaciones tienen un grupo de bailarinas, la mayoría con poca ropa y hermosas
figuras, así como también una o dos vedetes, éstas sí muy ligeras de ropa y con
movimientos por demás sensuales. Por supuesto que al público masculino se le
aceleran las pulsaciones a su paso, ¡y realmente no es para menos con
semejantes beldades!
Luego
vienen los músicos, entre 20 y 40 portando tambores de distintos tamaños,
colgados de los hombros y pintados con los colores de las banderas. El tamaño
del tambor determina su sonido y su melodía. Los tambores son unos tubos de
madera con forma de barrica cuya boca inferior es de menor diámetro. La
superior está cerrada con un cuero tensado al que golpean con una mano y un
palo en forma alternada. La melodía que producen es una auténtica polifonía.
Tenía razón el conserje del hotel, la vibración del sonido de los tambores
produce una agradable sensación como de euforia.
El
público local aplaude y anima a cada comparsa, que así se llaman estas
agrupaciones. También saben reproducir palmeando el sonido que los músicos
obtienen al golpear con el palo la madera del tambor. Es realmente un ritmo
sincopado muy agradable. Hablé con un veterano de raza negra que estaba entre
el público con su tambor a cuestas después de desfilar. Me había llamado la
atención que todas las comparsas caminan de la misma manera, apenas moviendo
los pies, con distinta velocidad, algunos levantando las rodillas, pero todos de
forma similar. A mi pregunta respondió que así caminaban los esclavos
encadenados y que eso también es parte del candombe.
Lo
que más me atrajo ¡fueron las bailarinas! ¡Cuánta sensualidad! No sólo las
vedetes sino ¡todas! Entre fotografía y fotografía –de las bailarinas, por
supuesto- descubrí una que me cautivó. Como de 45 años,
pelo negro muy ondulado, ojos almendrados y oscuros como el cabello, boca
carnosa cubriendo dientes blancos y perfectos, piel cetrina, mediana estatura,
amplias caderas, piernas torneadas, busto exuberante. Vestía una pollera
cortita, cortita y una blusa sin mangas atada debajo del busto, que contenía a
duras penas un corpiño de lentejuelas un número más chico seguramente; calzaba
zapatos al tono de altísimo tacón.
Le
saqué fotos de mil maneras y se estableció entre nosotros un flirteo que duró
el resto del desfile. Algunas veces venía hacia mí, se detenía a un metro de
distancia y hamacándose hacia adelante y atrás sacudía sus hombros y busto a
derecha e izquierda; sus piernas parecían decir “que voy… que no voy…” y su torso me decía “no, no, no… “. Otras veces se ponía de espaldas y avanzaba de
costado, como regalándome el placer de contemplar su cimbreante cintura y el
movimiento sensual de sus caderas; me miraba por encima del hombro y se alejaba
con una carcajada. No faltaron los guiños y algún que otro mohín con picardía.
Por
supuesto que me olvidé de las comparsas que venían detrás y seguí tras
semejante mujer. El desfile terminaba a la vera de un parque muy grande y arbolado,
el “Parque Lezama”. La comparsa ingresó a un anfiteatro y allí los tambores
formaron un círculo dentro del cual se concentraron las bailarinas y los
personajes; las banderas y estandartes quedaron cerrando la entrada.
Lamentablemente perdí el contacto visual con la bailarina en cuestión. Los
tambores comenzaron a elevar el volumen de su toque así como la velocidad del ritmo. Era tal la
velocidad con que subían y bajaban las manos sobre los cueros que la vista no
podía seguir sus movimientos. Con un repiqueteo muy especial y de no más de
cuatro compases, la música cesó al golpear todos los palos simultáneamente
sobre la madera de los tambores. Tras ello, la ovación del público y los
abrazos entre los integrantes de la comparsa. Poco a poco iban desalojando el
lugar para dejar lugar al grupo que venía detrás.
Como
pude me fui acercando a la bailarina ni bien la divisé. Le saqué un par de
fotos más y cuando me disponía a hablarle con la idea de obtener una cita, la
vi echarse al cuello de un moreno que traía colgado uno de los tambores más
gordos. También los contemplé fundirse en un beso apasionado; como el beso era
largo, aproveché para sacar la última foto.
Me
retiré de la zona del desfile, entré en un bar, pedí un whisky en las rocas y
me dediqué a reflexionar sobre la experiencia vivida.
Será
muy lindo el candombe y las mujeres que lo bailan, pero a mí, con mis pretensiones
de galán, como dicen por estos lados, me salió el tiro por la culata…
De mi libro Ternas y trilogías ISBN 978-987-28908-5-8
me gusto mucho la historia
ResponderEliminares hermosa