Alexandra Jamieson
Barreiro, Lidia Rissotto, Braulio Senda
Hoy llegué a la oficina y
me pareció que había estallado una guerra. La secretaria y la recepcionista
sacaban fotocopias a granel; mi jefe gritaba órdenes imposibles por todos los
teléfonos a mano; mis compañeros, de punta en blanco, trataban de dejar los
escritorios ordenados. Cuando saludé, los pocos que me prestaron atención se
quedaron boquiabiertos. Yo también, cuando me vi en el espejo del baño.
Allí, mirándome fijamente
desde el azogue, había una cacatúa. Mi nariz es aguileña ¡pero nunca un pico!
Alcé mi mano para tocarla y en lugar de mis uñas pintadas sobresalían de la
manga de mi blusa verde unas horribles plumas blancas.
Creí que me desmayaba. Ese
día teníamos la visita del gerente regional y yo con esa facha. Busqué el rubor
y la base de maquillaje en la cartera; me temblaban las manos pero pude
disimular un poco el pico. Lo de las plumas blancas me dio un poco más de
trabajo hasta que logré peinarlas y darles un poco de brillo frotándolas con un
pañuelo.
Oí que en la oficina se
había hecho silencio: mi jefe ya no gritaba; supuse que había llegado el
gerente. Me ajusté las tiras de las sandalias, compuse el penacho blanco y salí
a saludar.
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