Cuento nacido en el Taller de Escritura de la Pluma Azul.
El
pueblo languidece desde que dejó de pasar el ferrocarril. La playa de
maniobras está casi totalmente tomada por los yuyos y es ahora el lugar de
encuentro y diversión de los chicos del lugar. Sólo el edificio de la estación
se conserva en bastante buen estado. Eso porque el viejo Jefe de Estación la
cuidó como si fuese suya hasta que un ataque al corazón se lo llevó también a
él, dicen las viejas del pueblo que al cielo de los trenes.
La hora de la siesta es el momento del
encuentro. No hay vecinos que se molesten con sus risas y gritería. Los pibes
se sientan en el andén con las piernas colgando y planean la aventura del día.
Es domingo y no tienen que ir a la escuela. La tarde es cálida y corre una
brisa agradable.
- ¿Hasta dónde llegará la vía? ¿Llegará hasta
el mar? Yo no conozco el mar…
- ¡Yo sí lo conozco! Una vez me llevó mi tía que vive en Mar del Plata a pasar unos
días con ella. ¡Es grandísimo! ¡Y tiene olas que te revuelcan!
- Si, pero hay mucha gente. ¿Te acordás
cuando te perdiste y la tía se volvió loca buscándote? ¡Y vos haciendo pozos en
la orilla!
- ¡Jajaja! ¡Sí que me acuerdo, y también que
casi me arranca la oreja del tión que me pegó!
- Pero no fuimos en tren. Fuimos en el auto
del tío.
- Mi abuelo me contó una vez que algunos
veranos trabajó de mozo en el tren que iba a Mar del Plata. Pero no sé si ésta
era la vía. Él vivía en Buenos Aires.
- ¿Y si fabricamos un tren y vemos si llega
al mar? Por ahí hay una zorra abandonada…
- Yo le tengo miedo al mar, pero me gustaría
llevar a mi muñeca para que vea como es.
- ¡Cómo le vas a tener miedo si nunca lo
viste!
- ¡Si, pero le tengo miedo igual, bobo!
- ¿Si arreglamos la zorra vos vendrías con tu
muñeca de trapo?
- ¡Si, porque ella no le tiene miedo a nada!
En un acuerdo tácito todos se dirigen en
busca de la zorra corriendo y saltando por encima de las matas altas, esquivando los serruchitos y los montones de
piedras tapados por el pasto. Cuando la encuentran se dedicaron a arrancar una
enredadera silvestre, de esas con flores azules que la cubría casi toda. Entre
risas la liberan de su escondrijo y rodean la
máquina mirándola como si fuera un tesoro. Está muy oxidada y no la
pueden mover. Pero no se desaniman y piensan en la aventura que tienen por
delante.
- ¿Cómo hacemos para ablandarla? ¡Está toda
ferrugienta!
- Mi papá dice que no hay que tomar cocacola
porque sólo sirve para aflojar tornillos.
- ¿Y si compramos una botella grande y
probamos?
- ¿De dónde vamos a sacar plata para
comprarla?
- ¡Haciendo mandados! Alguna moneda nos van a
dar. Entre todos juntamos y la compramos, si?
¡La aventura comienza! Ya tienen un objetivo
y se dedican muy seriamente para lograrlo. El nuevo encuentro es a la mañana
muy temprano. Llegan con la preciada botella de coca, otros traen algunas
herramientas, ¡y hasta un tarro con grasa de carro para lubricar el vehículo!
Todos reunidos en torno a la zorra.
- Primero vamos a ponerle la coca a las
ruedas y mientras se aflojan podemos jugar una escondida.
- Mi muñeca y yo no nos podemos ensuciar
porque viene mi prima a comer y tenemos que estar en casa al mediodía.
- Esta bién. Ustedes miren, pero a la tarde
vení con otra ropa para ayudar.
- Mi hermano es mecánico y dice que para
aflojar tornillos muy apretados primero hay que pegarle unos golpes, por eso
traje un martillo.
- No le habrás contado del viaje, o sí?
- No, no, solamente le pregunté cómo se hacía
para aflojar algo muy ferrugiento.
- Bueno, entonces le pegamos unos golpes a
cada rueda y después le agregamos el ¡aflojacocatornillos!
- Jajaja… ¡Qué buena marca ésa!
- Yo traje unos palos, cuerdas y una sábana
vieja que mi mamá iba a tirar. Le podemos agregar una vela para aprovechar el
viento y no cansarnos tanto con la palanca.
Y así, con el entusiasmo y la imaginación de
sus jóvenes años, logran que la zorra se mueva. Le adosan el improvisado mástil
y la vela. Una tarde con viento a favor el tren de su ilusión se desliza
suavemente por la vía. Estallan en gritos de alegría, salta, se abrazan, ríen
de felicidad. ¡Funciona, funciona! Al fijar el día de la partida, algunos no se
animan a emprender el viaje. De todas maneras el espacio es poco. Ese día, se
despiden entre abrazos, risas y lágrimas. Cuatro y una muñeca de trapo se
acomodan como pueden a bordo. Despliegan la vela, que apenas flamea por falta
de viento y el más grande comienza a accionar la palanca que mueve las ruedas.
Lentamente comienza a deslizarse. Los que no viajan suben a las vías y empujan
con fuerza. De pronto, el viento cómplice de la aventura, sopla con fuerza. La
vela se hincha. Comienzan a ganar velocidad. El viaje ya comenzó…
Atrás quedan caritas tristes y manos en alto
despidiendo a los aventureros…
De mi libro "Historias cotidianas". ISBN 978-987-28908-0-3
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