Martes
17 de marzo de 2010
Desde que salimos de
la aldea, al noroeste de La Yunga boliviana, no hicimos más que subir y subir. Estas
montañas parecen no tener fin. La última quebrada que cruzamos fue hace una
semana, apenas habíamos dejado atrás los límites del poblado. Mi saywa (guía) habla poco y solamente si le pregunto
algo. Me enseñó a mascar hojas de coca contra el apunamiento. Sus ojos están
siempre pendientes de lo que nos rodea. Parece comunicarse en silencio con la
naturaleza. ¡Qué diferencia con la cordillera propiamente dicha! Allá todo es
piedra y nieve; en cambio, acá la vegetación es abundante, tupida; es un
verdadero pulmón planetario. La noche es fría. Después de calentar y comer el
alimento enlatado correspondiente, me acurruco dentro de la bolsa de dormir,
muy cerca del fuego. Pillqu, mi guía, no come enlatados; hierve raíces, que él
mismo busca, y maíz que lleva en su morral, lo acompaña con bayas silvestres.
Miércoles
18 de marzo de 2010
Otro día de caminata
ascendente en pos de la Ciudad del Silencio. Me ayudo con una rama a manera de
cayado. A partir del mediodía, avanzamos zigzagueando; la pendiente es muy
pronunciada. Noté al guía algo nervioso. Muchas veces se detuvo a escuchar
quién sabe qué, con los ojos entrecerrados. Por mucho que me esfuerce, no
consigo oír más que el denso silencio de las montañas. Al mediodía, atravesamos
una zona de mucha humedad. Fueron varios kilómetros en los que la vegetación
era verdaderamente exuberante. La noche, aun sin luna, es clara, muy clara. El
cielo semeja un negro manto adornado con miles —millones— de coyuyos titilando
continuamente. Pillqu no duerme. De a ratos parece rezar; se comunica sin duda
con la Pachamama o con el Ajayu Qullu (Espíritu de la Montaña, en lengua Aymara).
A mí también me cuesta dormir. El silencio es cada vez más denso; solo oigo el
ruido de mi respiración y el latir de mi corazón.
Jueves
19 de marzo de 2010
Esta mañana muy
temprano, Pillqu me informó que él no podía seguir conmigo. Ningún argumento
logró disuadirlo. Ofrecí pagarle un premio al volver, pero me respondió que
hasta allí llegaba la protección del Ajayu, y que si seguía adelante, Él se
podría enojar y eso sería una muerte segura. Mi empeño fue inútil; le pagué lo
acordado más una propina que aceptó a cambio de su macuto con hojas de coca. Y
nos despedimos. El guía emprendió el regreso cuesta abajo sin volver el rostro
atrás ni una sola vez. Cuando lo perdí de vista, levanté campamento y continué
con la ascensión. Al mediodía, comí carne enlatada sin calentar, dormí una hora
de siesta y continué el viaje. La vegetación era tupida, pero de menor altura.
Volví a acampar al anochecer. Estaba tan cansado que no calenté la cena.
Aprovechando el clima seco y muy agradable, dormí sin encender fuego. Además,
estando solo, no había quien lo cuidara.
Viernes
20 de marzo de 2010
Es extraño el
amanecer en estos parajes. A la increíble luminosidad de la noche saturada de
estrellas, la sucede la del sol en todo su esplendor. Sin darme cuenta, anoche
acampé en una meseta. ¡Llegué finalmente a la cima! Paso a paso me abrí camino
buscando el final de la meseta y, de pronto, ¡me encontré con la visión más
asombrosa que mis ojos jamás contemplaron! ¡En un cañón entre dos montañas y
colgando de gruesas cuerdas de cáñamo, cual gigantesca telaraña, una ciudad!
¡Una ciudad detenida en el tiempo y suspendida sobre un abismo que parece no
tener fin! ¡No podía creer lo que estaba viendo! La ciudad se extiende en
círculos concéntricos con callecitas de puentes colgantes. Las construcciones
son todas de caña y hojas de palma. Al medio, la más grande, debe ser el lugar
de culto. Los pobladores, hombres, mujeres y niños son todos de tez cobriza,
usan el cabello cortado a la taza y se visten con un pequeño urkkhu (taparrabo)
de fibra vegetal. No llevan pintura en el rostro. Hay solo dos vías de
comunicación con el mundo exterior: una al Sur, bastante a la izquierda de
donde yo estoy, y la otra al Norte, en diagonal con la primera. ¡En el límite
Oeste de la telaraña hay plantaciones de maíz, y en el Este, de lo que parece
ser papa! ¡Plantaciones colgantes en gigantescos canastos! Dos grupos de
hombres y mujeres se dirigen hacia ambas salidas escoltados por cinco o seis
robustos varones muñidos de macanas de gruesa madera. Supongo que salen a
recolectar bayas, raíces y agua. La ciudad y su entorno están sumidos en un
profundo silencio. Estamos a más de dos mil metros sobre el nivel del mar. No
hay aves ni grandes animales en derredor; por lo menos yo no los he visto en
los últimos dos días. Me pregunto qué debo hacer, si volver sobre mis pasos y
guardar el secreto o darme a conocer y tratar de aprender de esta antigua
civilización. En la historia de la humanidad, los choques culturales siempre
fueron contraproducentes para las menos desarrolladas.
Siento voces en
extraño dialecto. El ruido de la espesura es cada vez más próximo. No tengo
posibilidad segura de ocultarme. ¿Será este el momento de la verdad?
ISBN 978-987-28908-6-5 Antología Encuentros de café.